El cuidador de animal
eCuento de Ricardo Mariño
eCuento de Ricardo Mariño
Después de años de empleo, mi tío Finegan Wake consiguió que lo designaran cuidador en el Centro de Animales de Extinción, en Río Negro (Argentina). Allí recibían especialísima atención: un cóndor, un yaguareté, 3 venados de las pampas, un tatú carreta, 3 ñandúes y el perrito faldero de la presidenta del centro, un “ratonero” hambriento que se había agregado por su cuenta.
Cuando la doctora Perrone de Vaca se marchó en un auto para hacer diligencias, el tío Finegan salió a recorrer el lugar. Lo primero que llamó su atención fue que el perro anduviera suelto.
—¡Dios mío! Tal vez sea el último ejemplar viviente de esta especie —exclamó mi tío y comenzó a perseguirlo.
Estaba corriendo al perro cuando se detuvo en seco ante otra anormalidad: había un enorme ratón en la jaula del tatú. Abrió la puertita del refugio del tatú y le gritó:
—¡Fuera, fuera!
Enseguida divisó al perro: “Allá está, en aquella grandísima jaula vacía”. Abrió la puerta y se coló al interior: “Debo actuar con prudencia. Cualquier movimiento brusco dañará sicológicamente al perrito”, se dijo. Y agregó: “¡Se está lavantando viento!”.
Pero en realidad no era viento sino el cóndor que pasaba por atrás, aprovechando la puerta abierta. El perrito logró escapar hacia el campo. Desesperado, el tío Finegan pensó que tenía que recuperar ese ejemplar antes de que regresara la presidenta y que, para hacerlo, necesitaba un caballo.
—En un lugar como éste no puede faltar un buen potro —se dijo mientras abría el jaulón del yaguareté.
La fiera emitió un terrible rugido y salió al patio.
—Este no sirve, es muy chico —decidió el tío.
Abrió luego el corral de los venados y, como tampoco quedó satisfecho, decidió finalmente montar un ñandú. De lo que mi tío se olvidó fue de cerrar las puertas de todas las jaulas. Después de tres horas de galopar a toda carrera, el ñandú optó por regresar al corral. Antes se detuvo un segundo en el patio para librarse de la carga que llevaba encima: mi tío.
Mientras tanto, el cóndor voló hasta la cordillera y regresó con una novia. Asustado por la estatua de un león en un pueblo vecino, el yaguareté había regresado con la cola entre las patas y se había metido mansamente en su jaula. Los venados habían vuelto por su ración de la tarde, y el tatú carreta, tras devorar toda una huerta de zanahorias en una chacra vecina, había vuelto a su refugio para hacer la digestión. Mi tío ya se daba por despedido porque no había encontrado el valioso perro ratonero. Mientras pensaba en una excusa para darle a la presidenta, fue cerrando las puertas abiertas.
Ni bien regresó, Mara Perrone de Vaca inspeccionó el lugar. Mi tío estaba por tirarse a sus pies implorando perdón, cuando vio que el perrito recibía a la mujer moviendo alegremente la cola.
—Me salvé... volvió solito —pensó Finegan.
—Señor Wake, no sé cómo lo hizo, pero debo felicitarlo: hace años que teníamos un solo cóndor y queríamos formar una parejita.
—¡No me diga que acá hay un cóndor! —se asombró el tío Finegan.
Cuando la doctora Perrone de Vaca se marchó en un auto para hacer diligencias, el tío Finegan salió a recorrer el lugar. Lo primero que llamó su atención fue que el perro anduviera suelto.
—¡Dios mío! Tal vez sea el último ejemplar viviente de esta especie —exclamó mi tío y comenzó a perseguirlo.
Estaba corriendo al perro cuando se detuvo en seco ante otra anormalidad: había un enorme ratón en la jaula del tatú. Abrió la puertita del refugio del tatú y le gritó:
—¡Fuera, fuera!
Enseguida divisó al perro: “Allá está, en aquella grandísima jaula vacía”. Abrió la puerta y se coló al interior: “Debo actuar con prudencia. Cualquier movimiento brusco dañará sicológicamente al perrito”, se dijo. Y agregó: “¡Se está lavantando viento!”.
Pero en realidad no era viento sino el cóndor que pasaba por atrás, aprovechando la puerta abierta. El perrito logró escapar hacia el campo. Desesperado, el tío Finegan pensó que tenía que recuperar ese ejemplar antes de que regresara la presidenta y que, para hacerlo, necesitaba un caballo.
—En un lugar como éste no puede faltar un buen potro —se dijo mientras abría el jaulón del yaguareté.
La fiera emitió un terrible rugido y salió al patio.
—Este no sirve, es muy chico —decidió el tío.
Abrió luego el corral de los venados y, como tampoco quedó satisfecho, decidió finalmente montar un ñandú. De lo que mi tío se olvidó fue de cerrar las puertas de todas las jaulas. Después de tres horas de galopar a toda carrera, el ñandú optó por regresar al corral. Antes se detuvo un segundo en el patio para librarse de la carga que llevaba encima: mi tío.
Mientras tanto, el cóndor voló hasta la cordillera y regresó con una novia. Asustado por la estatua de un león en un pueblo vecino, el yaguareté había regresado con la cola entre las patas y se había metido mansamente en su jaula. Los venados habían vuelto por su ración de la tarde, y el tatú carreta, tras devorar toda una huerta de zanahorias en una chacra vecina, había vuelto a su refugio para hacer la digestión. Mi tío ya se daba por despedido porque no había encontrado el valioso perro ratonero. Mientras pensaba en una excusa para darle a la presidenta, fue cerrando las puertas abiertas.
Ni bien regresó, Mara Perrone de Vaca inspeccionó el lugar. Mi tío estaba por tirarse a sus pies implorando perdón, cuando vio que el perrito recibía a la mujer moviendo alegremente la cola.
—Me salvé... volvió solito —pensó Finegan.
—Señor Wake, no sé cómo lo hizo, pero debo felicitarlo: hace años que teníamos un solo cóndor y queríamos formar una parejita.
—¡No me diga que acá hay un cóndor! —se asombró el tío Finegan.
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